A veces mi alegría se convierte en desgracia

A veces mi alegría se convierte en desgracia, pero en aquella ocasión la situación fue muy distinta. El mal momento que me hizo detener en aquel banco se convertiría posteriormente en motivo de alegría.
Transcurría un frío día de invierno como hoy, apenas había amanecido cuando descendí del autobús. La entrañable Vetusta permanecía aún entre sábanas.
Tenía sus ventajas el viajar de noche, porque así aprovechaba al máximo el fin de semana antes de regresar, pero también presentaba algún inconveniente, entre ellos precisamente el llegar tan temprano. Todavía estaba recomponiendo mi cuerpo tras la experiencia de intentar dormir en el autobús cuando este se alejaba entre la bruma. Mochila al hombro empecé a caminar por la plaza. E iba yo pensando, mientras el frío y el sueño no me lo impidiese, en lo bien que lo pasaría con los amigos… cuando eché en falta la cartera! Fue como un brusco despertar, no estaba en el bolsillo del pantalón e instintivamente miré hacia donde ya no había autobús alguno. Maldito dinero! Que cierto es que sin el no se va a ningún lado. Me senté en el primer banco que encontré, rebuscaba en el interior de la mochila cuando oí el nombre de una chica.
Alcé la vista en busca de quienes rompían el silencio de aquella plaza, y entonces la vi. Intentaba atrapar un papel que se llevaba el viento, sin escuchar al grupo, que seguía su marcha, llamándola por su nombre. En ese momento, nuestras miradas se cruzaron. Fue, fue apenas un instante antes de que ella girase la cabeza hacia el grupo indicándole que ya iba. Ni el hecho de hallar la cartera en uno de los bolsillos del abrigo desvió mi atención de aquel instante.
Entonces tras verla partir volví a la realidad, recogí la mochila y me puse en marcha. Seguramente que ninguno de los dos se percató de que volvimos la vista atrás antes de desaparecer entre la niebla.
No llevaba unos metros recorridos cuando el viento dejó caer ante mi un trozo de papel. Sería demasiada casualidad – pensé – que fuera el que ella intentaba atrapar. Aún así lo recogí. Estaba un poco arrugado y humedecido por la escarcha pero podía distinguir algo escrito “Si crees en la magia consérvame”.

De eso ha pasado ya cuatro años, y desde entonces no volví a saber de ella. Hasta que en la mañana de un martes vi misma aquella frase en Cuentacuentos.

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